190 Sólo te salvas o te condenas contigo mismo. Tus amigos, incluso los más próximos, no están contigo en la grave hora del ser. Se está solo en todo momento, y no únicamente en la pascaliana hora de la muerte. Nadie puede ser en tu lugar. El que eres, sólo lo eres tú. Quien está con los demás, cuando estás, es tu doble, y no muy parecido, además. Y al olvidarte de ti, olvidas lo que anda por aquí queriéndose comunicar contigo, lo fantástico de lo que existe, el misterio de lo que es, el silencio intrínseco del mundo, que es su morada. La vida te ha impuesto un secreto íntimo de ti mismo. Escúchalo. No se lo podrás revelar a nadie, ni siquiera a ti. ¿Pero cómo puedes morir sin al menos saber que existe? ¿Cómo puede la vida haberlo desperdiciado contigo? Es el misterio de las cosas, la verdad secreta por la que son. Nadie puede ser por ti. Lo que tú eres con los demás es la parte exterior de lo que eres. Cierra los ojos sobre ti, al menos, de vez en cuando. Y adormécete, si es que puedes, en el centro del mundo. Y habrás conocido tu inmortalidad.
«Nadie te devolverá los años, nadie te entregará otra vez a ti mismo. […] Con todo, vendrá la muerte, a la que, quieras o no, hay que entregar el tiempo».
Mi marido era un hombre sensible y afectuoso que deseaba hijos y que —algo poco frecuente en el ambiente profesional y académico de los años cincuenta— estaba dispuesto a «colaborar». Pero quedaba claro que esta «colaboración» era un acto de generosidad; que su trabajo y su vida profesional eran lo único que merecía tenerse en cuenta en el seno familiar. Durante años este asunto ni se planteó siquiera entre nosotros. Comprendí que mis luchas como escritora eran un lujo, una peculiaridad solamente mía. Mi trabajo casi no aportaba dinero: en realidad, costaba dinero, pues tuve que contratar una doméstica para permitirme escribir dos horas a la semana. En el mes de marzo de 1958, escribí: «Cualquier cosa que pido trata de dármela, pero la iniciativa siempre debe ser mía». Sentí que las depresiones, los arrebatos de cólera, las sensaciones de estar atrapada eran cosas que mi marido estaba obligado a soportar porque me amaba; agradecí ser amada pese a acarrearle aquellos problemas. Pero luchaba por enfocar mi vida. Nunca había renunciado a la poesía ni tampoco al control de mi existencia. Vivía en un piso que daba a un patio de vecindad en Cambridge, hormigueante de niños. Estaba inmersa en los ciclos repetitivos de acudir a la lavandería, despertarme por las noches, interrumpir los momentos de paz o de concentración en las ideas, y asistir a cenas ridículas en las cuales las jóvenes esposas, algunas de ellas con títulos académicos, exhibían su dedicación plena e inteligente a la salud de sus hijos y a la carrera de sus esposos. Esas mujeres fluctuaban entre las recetas francesas y la pretensión de simplicidad, pero lo que las caracterizaba por encima de todo era la falta de seriedad, característica admitida como femenina en aquel mundo. Con todo, yo sabía que debía rehacer mi vida. Entonces no comprendí que nosotras —las mujeres de aquella comunidad académica, como las de muchas comunidades de clase media de la época— estábamos destinadas a llenar el papel de Dama Victoriana del Ocio, el Ángel de la Casa y también la cocinera victoriana, la fregona, lavandera, gobernanta y enfermera. Lo único que sentía era que me absorbían falsas distracciones, y quería desesperadamente despojar mi vida hasta que solo quedara lo esencial.
Junio de 1958.
Durante todos estos meses no he sido más que una maraña de irritaciones que se han ahondado hasta convertirse en ira: amargura, desilusión de la sociedad y de mí misma, rencor hacia el mundo y rechazo de cualquier ayuda. ¿Y si algo hubiera sido positivo? Tal vez el intento por rehacer mi vida, por salvarla de este ir a la deriva, del transcurrir del tiempo…
- “Nacemos de mujer, La maternidad como experiencia e institución”, Adrienne Rich.
Traficantes de sueños/mapas. Traducción de Ana Becciu.
Hace mucho tiempo, en un día de aburrimiento en la costa atlántica, mientras miraba el mar desde lo alto de una duna, vi a una joven mujer que se acercaba a la playa y danzaba en el límite del agua y la arena. Ignoro si se trataba de una depurada técnica o de una serie de movimientos ordinarios. Hace mucho tiempo de todo eso y no soy competente para juzgarlo. Sé solamente del embelesamiento que sentía, la alianza acordada con el mundo y mi emoción al reencontrar la vibración de las cosas. Ella evocaba la luz del mar, la suavidad de la arena, el contacto del agua fresca sobre la piel.
Despertaba la sensualidad del mundo y el sentimiento de existir. Yo me quedé inmóvil, como un espectador encandilado. Ese despegarse de la materia que toma a la materia como apoyo y vuelve a ella, transfigurándola. La imagen era bella y la guardé en reserva; treinta años después aún vive. La danza es un matrimonio (a veces alborotado) entre un lugar y un cuerpo. Ya se trate de la escena, de una ciudad, de un campo, de un bosque, el bailarín integra el espacio en su cuerpo y lo subordina, como una materia, un espejo en el cual se despliega. Inventa el espacio en que se produce, lo hace visible, y simultáneamente es determinado por éste. La danza es un culto dedicado al genio del lugar.
- David Le Breton, Cuerpo sensible. Edición y traducción: Alejandro Madrid Zan. Ediciones Metales Pesados.
para que todo el mundo pueda pasar la página cómodamente.
la paginación
se
mantiene
a
costa
de
tu cordura.
si nuestros cajones de la ropa interior pudieran hablar,
sangrarían (así te lo digo).
las almohadas se desangrarían en nuestros nombres.
lo lamentable de sanar es esto:
te convence de que el dolor es mejor que una costra.
con las costras, la gente hace preguntas
- Koleka Putuma, de Amnesia Colectiva. Traducción de Arrete Hidalgo y Lawrence Schimel – Editorial Flores Raras
- Photo: Jarryd Kleinhans
Koleka Putuma es una poetisa queer y escritora de teatro sudafricana. Fue nominada como una de las mujeres más influyentes por Okay Africa en 2019.Nacimiento: 22 de marzo de 1993, Puerto Elizabeth, Sudáfrica.
A mí me interesa lo que existe, que es abierto, dialéctico, con conflictos, con soluciones de compromiso. No creo que exista la belleza como tampoco existe la mujer. Hace tiempo escribí un trabajo sobre un cuadro muy famoso de Vermeer, La encajera. Es pequeño, magnífico, perfecto. Me ocupé de señalar que hay un hilo entre sus dedos que es perfecto, lógico, pero justo al lado hay unos hilos muy distintos, caóticos, imprevisibles. ¿Sabe cómo hizo Vermeer para pintar esa parte del cuadro? Lo tomó entre sus manos y chorreó la pintura al estilo de Pollock. Lo perfecto -o lo que llamamos perfecto- está así al lado de lo extraordinario. Y lo extraordinario es que esa representación muestre lo inimaginable. En ese rincón del cuadro hay una explosión.
- Georges Didi-Huberman: “Yo no sé lo que es el arte” - (Extracto de una entrevista en LA NACION.)
- Jackson Pollock dribbling sand on painting while working in his studio - Photo by Martha Holmes
Jacques tenía apenas dieciocho años cuando hizo su primera compra: una rara edición original de L’hérésiarque, de Guillaume Apollinaire. El autor, por entonces, era casi desconocido, y Jacques se llevó ese y otros manuscritos suyos por una bagatela, apenas cien francos de la época. Ya de anciano, recordaría con orgullo ese primer negocio. Subrayaba cómo, años después, se habrían necesitado millones de francos para adjudicarse tal rareza. Para el hijo de un industrial, por qué negarlo, aquel era un placer impagable. Poseía también un peculiarísimo retrato de Apollinaire que Picasso le había hecho en el frente italiano, durante la primera guerra mundial. Jacques conocía bien al pintor; su madre, además de algunos desnudos de Modigliani, tenía una importante colección de cuadros de Picasso. A Guérin el artista español no le gustaba particularmente, pero le reconocía dotes extraordinarias de autopromoción, y lo consideraba un hábil vendedor de sí mismo. Un día fue a verlo a su estudio, donde guardaba precisamente el retrato de Apollinaire. A Guérin la obra no le pareció especialmente bella, y la elogió solo por cortesía. Entonces Picasso la arrancó del álbum y se la dedicó: «Para Jacques».
Ya maduro, se convirtió en un hombre fascinante, refinado y culto, en apariencia arrogante, misógino y autoritario, que gustaba del secreto y amaba las cosas escondidas. Por momentos era mordaz y cáustico, pero con esa sensibilidad y delicadeza que frecuentemente se les atribuye a los homosexuales.
De día, en las largas horas en que tenía que atender los asuntos de la fábrica, llevaba la vida de un industrial, rodeado de químicos que trabajaban como alquimistas de antaño entre miles de pequeñas redomas y viales. Junto a ellos verificaba, comparaba, elegía las esencias, las organizaba en esa «memoria olfativa» de la que estaba particularmente dotado, pero cuando tenía tiempo para sí, prefería orientarse hacia los libros raros y los manuscritos. En esa búsqueda quizá lo motivaba la conciencia de que, como decía Proust, «aquello que nos vuelve traslúcido el cuerpo de los poetas y nos deja ver sus almas no son sus ojos ni los acontecimientos de sus vidas, sino sus libros, donde justamente aquella parte de sus almas que, por un deseo instintivo, quería perpetuarse, se transfirió para sobrevivir a la caducidad».
- El abrigo de Proust, Lorenza Foschini
Traducción del italiano y postfacio a cargo de Hugo Beccacece. Impedimenta,2013
Pero era en el camino de vuelta a casa a solas cuando estaba más acompañada, cuando estaba más cerca del ser de seres que yo amaba: la naturaleza […] Sola, el viento soplaba a través de mi pelo y de mi corazón, y cada piedra, cada tarabilla, cada flor de eufrasia o de tomillo, el helecho polipodio, las nubes a lo lejos sobre el páramo, eran parte de mí misma. Estar con otra gente, incluso con mi mejor amiga, significaba ser reducida a la estatura de una niñita con trenzas color pardo y una diadema de terciopelo. Sola, yo era toda la tierra, hasta el horizonte y hasta las profundidades del cielo. Nada me faltaba, no deseaba otra cosa que estar para siempre en ese lugar del mundo entero que era mío; ahí conocí –dudo que lo esté inventando en retrospectiva- la felicidad perfecta. Sabía que estaba donde sólo yo deseaba estar. No fue por voluntad propia que el tiempo pasara, y me arrancara de mis tempranas y humildes raíces.
- Kathleen Raine, Adiós, prados felices, Sevilla, Renacimiento, 2013. Traducción de Natalia Carbajosa y Adolfo Gómez Tomé.
Hoy ya no vivimos poéticamente en la tierra. Nos acondicionamos en la zona digital, donde nos sentimos a gusto. Somos cualquier otra cosa que anónimos u olvidados de nosotros mismos.
La red digital habitada por el ego ha perdido por completo todo lo ajeno, todo lo inhóspito. El orden digital no es poético. Dentro de él nos movemos en el espacio numérico de lo igual.
- Byung Chul Han, La expulsión de lo distinto. EditorialHerder, Barcelona 2017
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